sábado, 17 de marzo de 2012

Los sonidos de la tierra

(Recomendación: Escuchar pista 5 Australian Aboriginal Music with Didgeridoo)
 

Corría despavorida. Huía tan rápido como le permitían sus piernas sorteando ramas y raíces de los grandes árboles que oscurecían el corazón de la selva. Cuando su corazón latía a una velocidad extremadamente acelerada, entonces debía buscar rápidamente un lugar donde descansar, unos instantes. Escondida entre la espesura respiraba angustiada. Su rostro sudoroso expresaba el mayor de los temores. Un miedo que jamás había conocido. La selva era su vida. Las raíces, sus raíces. La sangre de sus venas corría por cada uno de los árboles de aquella jungla. Pero ahora estaba aterrorizada. Sus ojos desorbitados intentaban observar todo a la vez. Norte, sur, este, oeste. Debía mantenerse alerta en todo momento. Aquellos indígenas la buscaban. La necesitaban. Sin quererlo se había convertido en el tesoro más preciado de la tribu. Sabían en qué lugar de aquella selva se encontraba, pretendían llevársela para siempre. Arrebatarían su vida, sin pudor, como ella misma lo había observado, con sus más queridos compañeros. 

Ruido de pisadas veloces. 

Palos apartando el follaje. 

Cerca. 

Muy cerca.

Gritos aborígenes.

Huye!! No puedes malgastar tu tiempo pensando en qué será de ti cuando te atrapen. Corre tanto como puedas, atraviesa la selva. Tu selva. Vamos, la conoces como la palma de tu mano, serías capaz de dibujar un plano de todos y cada uno de los árboles que la forman. Ellos simplemente siguen tu rastro. Debes ser inteligente! 

Más gritos.

Más cerca.

De repente aquella selva verde y húmeda, oscura, misteriosa pero acogedora para su corazón. Aquella selva guardiana, aquella madre naturaleza que le había dado su sitio en el mundo. De repente todo parecía extraño, el verde se tiñó de naranja, y la humedad era ahora un calor abrasador. El fuego de las antorchas la alcanzaba. No podía hacer nada. Ni sus piernas ni su aliento le permitían correr más velozmente. Estaba atrapada. 

De repente. 

Silencio.

El mundo se detuvo a sus pies. 

Aquellos hombres se habían paralizado.

Solamente su corazón latía desesperadamente.

Había decidido hacer música con los sonidos de la selva. Las hojas. Las ramas. Un canto a la tierra. Su vida finalizaba y no quería terminarla así. Sin más. Llena de miedo, rabia y angustia. 

Al cabo de unos instantes, los indígenas se alejaron con pasos lentos. Tímidos. Avergonzados quizás. O tristes. O nostálgicos. Nunca llegué a comprobarlo.

Pero se alejaron. Y yo abrí los ojos. Y aplaudí.

 

domingo, 4 de marzo de 2012

Viajes


Viaje finalizado. Todo en orden.

Parece mentira todo lo que conlleva la palabrita.
Primeramente deja la casa como los chorros del oro, limpia el polvo de cada uno de los rincones, aspira, friega, recoge, tira a la basura todo ese montón de cosas inútiles que has ido dejando por ahí, y ahora, comienza la primera fase que has de superar:

Intenta meter en una maleta (la misma que tenías el primer día), el doble de cosas que traías contigo. Imposible.
Algo se tiene que quedar en la casa. Por mucho que te empeñes una maleta no es lo suficientemente elástica para cumplir tu objetivo. Al final optas por dejar lo que, en un momento u otro, ibas a terminar tirando a la basura.
Finalmente consigues cerrar la maleta a duras penas, esperando no tener que abrirla hasta que no llegues a tu destino final.

Segunda fase que has de superar:
Consigue que tu equipaje de mano se ajuste a las medidas y pesos establecidos por la compañía. Esto significa: aunque en tu mochila todavía quepan cosas, NO LAS PUEDES METER. Te pasarás de peso.

Tercera fase y más complicada si cabe:
Superar el control del aeropuerto sin imprevistos. Esto no me ha pasado nunca todavía.
Al final siempre me cachean, me hacen deshacer el tetris que había conseguido montar en mi mochila, para luego decir “gracias está todo bien, puedes volver a guardar tus cosas”. Como si fuera tan fácil....

El viaje en avión bien, salvo el aterrizaje, que no fue especialmente “delicado”.

A las 15:30 de la tarde pisé Madrid. Por primera vez en mucho tiempo me pareció una bonita ciudad. Con su Paseo del Prado, con su Cibeles y su Banco Nacional, y con su Gran Vía y sus madrileños/as que nada tienen que ver con los berlineses que llevan el frío en sus venas.

A partir de este momento llega la mejor parte. Solamente queda esperar paciente en medio de la multitud de Atocha Renfe, mientras observo cómo la elegancia española se dirige hacia los mostradores del AVE.

De repente la película ha pasado de los años 50 a la actualidad. Una vida en tecnicolor, con ruido, con movimiento, con vida. El mundo cae estrepitosamente ante nosotros, pero seguimos en pie. Con actividad y energía.

Finalmente un tren me lleva de nuevo a vivir esos recuerdos que tanto anhelaba. Esa Sevilla que, aún con su cielo nublado, tiene un color especial, un ambiente distinto. Esa Sevilla que ya no se queda solamente en “bonita”, sino en mágica.

Y la última fase de esta maravillosa operación viaje:
Desempaquetar, ordenar, hacer sitio, guardar, quitar, poner, mover, trasladar, limpiar, planchar, lavar, y un largo etc de una duración aproximada de.... tres horas, para por fin disfrutar, relajarme mirando a través de la ventana con mi vela encendida, cómo las palmeras y los naranjos dan color a una tierra que nada tiene que ver con la Alemania seria y gris.