(Recomendación: Escuchar pista 5 Australian Aboriginal Music with Didgeridoo)
Corría despavorida. Huía tan rápido como le permitían sus
piernas sorteando ramas y raíces de los grandes árboles que oscurecían el
corazón de la selva. Cuando su corazón latía a una velocidad extremadamente
acelerada, entonces debía buscar rápidamente un lugar donde descansar, unos
instantes. Escondida entre la espesura respiraba angustiada. Su rostro sudoroso
expresaba el mayor de los temores. Un miedo que jamás había conocido. La selva
era su vida. Las raíces, sus raíces. La sangre de sus venas corría por cada uno
de los árboles de aquella jungla. Pero ahora estaba aterrorizada. Sus ojos
desorbitados intentaban observar todo a la vez. Norte, sur, este, oeste. Debía
mantenerse alerta en todo momento. Aquellos indígenas la buscaban. La
necesitaban. Sin quererlo se había convertido en el tesoro más preciado de la
tribu. Sabían en qué lugar de aquella selva se encontraba, pretendían llevársela
para siempre. Arrebatarían su vida, sin pudor, como ella misma lo había
observado, con sus más queridos compañeros.
Ruido de pisadas veloces.
Palos apartando el follaje.
Cerca.
Muy cerca.
Gritos aborígenes.
Huye!! No puedes malgastar tu tiempo pensando en qué será de
ti cuando te atrapen. Corre tanto como puedas, atraviesa la selva. Tu selva.
Vamos, la conoces como la palma de tu mano, serías capaz de dibujar un plano de
todos y cada uno de los árboles que la forman. Ellos simplemente siguen tu
rastro. Debes ser inteligente!
Más gritos.
Más cerca.
De repente aquella selva verde y húmeda, oscura, misteriosa
pero acogedora para su corazón. Aquella selva guardiana, aquella madre
naturaleza que le había dado su sitio en el mundo. De repente todo parecía
extraño, el verde se tiñó de naranja, y la humedad era ahora un calor
abrasador. El fuego de las antorchas la alcanzaba. No podía hacer nada. Ni sus
piernas ni su aliento le permitían correr más velozmente. Estaba atrapada.
De repente.
Silencio.
El mundo se detuvo a sus pies.
Aquellos hombres se habían paralizado.
Solamente su corazón latía desesperadamente.
Había decidido hacer música con los sonidos de la selva. Las
hojas. Las ramas. Un canto a la tierra. Su vida finalizaba y no quería
terminarla así. Sin más. Llena de miedo, rabia y angustia.
Al cabo de unos instantes, los indígenas se alejaron con pasos
lentos. Tímidos. Avergonzados quizás. O tristes. O nostálgicos. Nunca llegué a
comprobarlo.
Pero se alejaron. Y yo abrí los ojos. Y aplaudí.