Viaje finalizado. Todo en orden.
Parece mentira todo lo que conlleva la
palabrita.
Primeramente deja la casa como los
chorros del oro, limpia el polvo de cada uno de los rincones, aspira,
friega, recoge, tira a la basura todo ese montón de cosas inútiles
que has ido dejando por ahí, y ahora, comienza la primera fase que
has de superar:
Intenta meter en una maleta (la misma
que tenías el primer día), el doble de cosas que traías contigo.
Imposible.
Algo se tiene que quedar en la casa.
Por mucho que te empeñes una maleta no es lo suficientemente
elástica para cumplir tu objetivo. Al final optas por dejar lo que,
en un momento u otro, ibas a terminar tirando a la basura.
Finalmente consigues cerrar la maleta a
duras penas, esperando no tener que abrirla hasta que no llegues a tu
destino final.
Segunda fase que has de superar:
Consigue que tu equipaje de mano se
ajuste a las medidas y pesos establecidos por la compañía. Esto
significa: aunque en tu mochila todavía quepan cosas, NO LAS PUEDES
METER. Te pasarás de peso.
Tercera fase y más complicada si cabe:
Superar el control del aeropuerto sin
imprevistos. Esto no me ha pasado nunca todavía.
Al final siempre me cachean, me hacen
deshacer el tetris que había conseguido montar en mi mochila, para
luego decir “gracias está todo bien, puedes volver a guardar tus
cosas”. Como si fuera tan fácil....
El viaje en avión bien, salvo el
aterrizaje, que no fue especialmente “delicado”.
A las 15:30 de la tarde pisé Madrid.
Por primera vez en mucho tiempo me pareció una bonita ciudad. Con su
Paseo del Prado, con su Cibeles y su Banco Nacional, y con su Gran
Vía y sus madrileños/as que nada tienen que ver con los berlineses
que llevan el frío en sus venas.
A partir de este momento llega la mejor
parte. Solamente queda esperar paciente en medio de la multitud de
Atocha Renfe, mientras observo cómo la elegancia española se dirige
hacia los mostradores del AVE.
De repente la película ha pasado de
los años 50 a la actualidad. Una vida en tecnicolor, con ruido, con
movimiento, con vida. El mundo cae estrepitosamente ante nosotros,
pero seguimos en pie. Con actividad y energía.
Finalmente un tren me lleva de nuevo a
vivir esos recuerdos que tanto anhelaba. Esa Sevilla que, aún con su
cielo nublado, tiene un color especial, un ambiente distinto. Esa
Sevilla que ya no se queda solamente en “bonita”, sino en mágica.
Y la última fase de esta maravillosa
operación viaje:
Desempaquetar, ordenar, hacer sitio,
guardar, quitar, poner, mover, trasladar, limpiar, planchar, lavar, y
un largo etc de una duración aproximada de.... tres horas, para por
fin disfrutar, relajarme mirando a través de la ventana con mi vela
encendida, cómo las palmeras y los naranjos dan color a una tierra
que nada tiene que ver con la Alemania seria y gris.
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